LA LUZ INTERIOR

El sonido estridente característico de la música rockera, no dejaba de sonar en el apartamento de Carlos. Él, acostado en la cama, carecía de pensamientos y solo respiraba por respirar. Su mirada fijada al tumbado, parecía extraviada en lúgubres recuerdos. Pero nada más que eso: recuerdos, y no tenía pensamientos acerca de los recuerdos.

Una ingente cantidad de imágenes se sucedía una tras otra, mientras Carlos parecía no poder controlar aquél fenómeno. Se sentía vencido, rendido ante la avalancha de recuerdos aplastantes que carcomía su vida a cada instante. ¿Qué recordaba Carlos? ¿Qué sucedía con Carlos? ¿Por qué se encontraba así?

Dos de la mañana y el miércoles ya no era miércoles. La música había terminado de sonar y Carlos, solo como siempre en su habitación, sentía hambre como nunca. Pero al igual que cualquier día, no tenía el ánimo siquiera de llevar un pedazo de pan a su boca. Y cuando, alguna vez lo hacía, ya no sentía aquél peculiar sabor de cada comida; no, nunca más. Comer ya no era disfrutar; solo era una mera cuestión de meter algo al cuerpo, para que este no termine por desfallecer. Pero, aun así, de vez en cuando, su estómago devolvía toda la comida en un inminente vómito que, mientras duraba, parecía ahogar a Carlos.

Con un poco de cansancio que pesaba sobre el cuerpo, despertó a la hora menos deseada otra vez. Jueves: otro maldito día más por vivir. Respiraba con un poco de agitación, buscando algo de oxígeno que, al estar dormido, parecía haber disminuido.

La noche era profunda y completamente oscura. El cuarto carente de ventanas, era el lugar ideal para refugiarse del mundo externo, que, a esas alturas de la vida de Carlos, le parecía una mierda total. Odiaba todo: la gente, las calles, las casas, y el viento. Detestaba con la más frenética repugnancia a todo cuanto sus sentidos podían percibir. Era la vida misma a la que aborrecía. No lo sabía. Quizá no deseaba saberlo. Pero sentía todo eso durante la mayor parte del tiempo.

-          ¡Ah, maldita vida! ¿Cuánto más has de durar?

Se preguntó con la voz típica de quien, tras haber dormido un instante, despierta sin desearlo, como si fuera arrojado al mundo para volver a sentir la vida; una vida que, para él, solamente representaba un gran dolor.

-          Soñé algo. ¿Qué era?

Carlos se puso a pensar en el sueño que tuvo mientras dormía. Todo parecía confuso. Solo estaba seguro de haber soñado algo, pero no sabía qué. Respiró hondo y se frotó los ojos. Prendió la luz que estaba en la mesita de noche. Su fulgor iluminó muy poco aquél pequeño cuarto. Pero era justamente todo lo que necesitaba: una tenue luz que no incomodara la delicadeza de sus ojos maltratados. Entonces, observó fijamente lo que tenía en frente, que no era más que la oscuridad indómita de la noche.


-

Encontró el hilo principal de su sueño, excavando en su memoria, al fin pudo rememorar la experiencia onírica. Desde el principio, podía volver a repetir en su mente aquello que había soñado, casi como si fuera una película de baja calidad.


-


Carlos hablaba solo en medio de la noche, murmurando entre sus labios todo lo que había soñado. No era plenamente consciente de eso, porque estaba concentrado en lo que veía en su cabeza, y hablar, aparentemente, le ayudaba a recordarlo.


-

Así terminó de recordar el raro sueño que había tenido. Musitando solo en el silencio de la noche, pensó por un momento en la razón de su sueño, en la razón de existir de los sueños. A su mente asomaron algunas ideas tímidas para encontrar respuestas, pero luego recordó que, cualquier pensamiento que tenga, con toda seguridad, iba a ser una desastrosa especulación. Así que, decidió dejar de lado la primera parida mental que tuvo.

No podía explicar por qué soñaba con cosas que nunca había visto o vivido: una iglesia ubicada en un desértico lugar; un evento religioso en su interior, al cual asistía mucha gente; él y una chica llamada Liz, junto a una tercera persona; un obstinado interés que tenían en subir a lo alto de la capilla; la inexplicable desaparición de la tercera persona; el huevo de oro cuyo desproporcionado tamaño lo hacía singular.

Todo lo que había en el sueño, eran cosas completamente ajenas a su vida. ¿Qué cosas aparecen en el mundo de los sueños, que no tienen anclaje en la realidad del soñante?, se preguntaba, al tiempo que comenzaba a quitarse la ropa, para meterse dentro de la cama de una vez, porque desde que había comenzado a escuchar música, estaba acostado solamente, sin haberse quitado la indumentaria.

Nuevamente se entregó al sueño, porque las ganas de entregarse a él, eran más grandes que seguir pensando en el origen del misterio de los sueños. Estaba ya sin ropa; ni una sola prenda. Siempre descansaba así, hacía muchos meses.

Viernes. Lo que restaba del jueves era un día que nunca debió existir, y que era mejor no recordar. Pero el día sucedáneo, amaneció mejor que los anteriores dos días. El cielo no presentaba una mancha blanca en su azulado color dominante. El sol, como una bola de fuego, colgaba sobre el cielo y alumbraba con su luz a todo cuando los ojos de Carlos podían ver. Había salido a caminar muy temprano, a las seis de la mañana.

Conocía casi toda la ciudad. Durante más de dos décadas de vida, había estado en cada una de sus calles, y había hecho casi de todo en cada espacio y oportunidad que se presentaba. Al cerrar la puerta principal de la casa donde vivía, sobrevino a su memoria todo lo que fue, y todo lo que hizo; y que todo eso se había quemado un miércoles por la noche.

Así caminó en la frígida ciudad rumbo a ningún lugar. No sabía exactamente qué era su intención, ni quería saberlo. Simplemente amaneció con la idea de salir afuera; nada más. Entonces, al recorrer unas veintiocho calles, recordó la gran avenida 21. Insólitamente, nunca había pisado allí. Solo sabía de su nombre, y había escuchado de lejos hablar de ella. Así que, sintió una fuerte necesidad de ir hasta la misteriosa gran avenida. No supo comprender la razón, simplemente se dejó llevar por el caminar de sus pasos.

Al llegar, se vio muy sorprendido, porque todo lo que sus ojos podían ver, era muy distinto a lo que conocía de la ciudad. La calle tenía un aire distinto, como si hubiera sido arrancado de lugares desconocidos; un peculiar aspecto dominante, que hacía que Carlos, sea preso de una desconocida sensación. Pero aun así, se sentía muy cómodo, por lo que continuó su camino pausadamente, algo que siempre le gustaba hacer cuando se sentía a gusto.

No levantó la mirada, ni contempló el novedoso lugar en el que estaba. El pantallazo que dio al principio, era más que suficiente. Así que, simplemente caminó. Su mente, esta vez, parecía haberse congelado, como usualmente solía estar; pero con la diferencia de no sentir nada. En las otras ocasiones, sentía un vacío, un sin sentido de la vida, unas ganas de acabar con todo, un repudio por todo lo que sus sentidos percibían, además de tener la mente jaqueada. Pero en ese transitar de la gran avenida 21, ya no sentía todo eso; sino solo la nada, una mente en blanco. Entonces caminó sin pensar, sin sentir y sin mirar, a pesar de tener los ojos abiertos.

Su mente, congelada como normalmente solía estar, parecía sedada para no experimentar ninguna experiencia mental, y mucho menos experimentar sentimientos. No era nada extraño para él. Todo había dejado de importar cuando, aquél trágico miércoles de mierda, su vida había sido aplastada por el dolor. Sí; en el fondo, era un dolor omnipotente el que lo consumía. Y él, no luchaba para sentirse bien. Simplemente se dejaba consumir por ese aplastante padecimiento.

Con las manos en el bolsillo, y con un andar de caballero, siguió por la senda desconocida. Algo le hacía sentir que, al final del camino, estaba el final de su vida. ¿Por qué negarse a ir hasta allí? Después de todo, sus espaldas estaban destrozadas de tanto soportar el peso de la vida. “Maldita vida”, se repetía cada vez que salía de ese trance, para tener un momento de lucidez. Era todo lo que quería: acabar con ella de una sola vez. Y caminar firmemente sobre la avenida 21, le hacía sentir que estaba cumpliendo con su deseo.

A medida que pasaban los minutos, la gente comenzaba a incrementar su cantidad. De cero, pasaron a ser miles de miles. Pero el andar de Carlos, nunca se vio impedido por nadie. Lo extraño que notaba, era que la gran mayoría, caminaba en dirección contraria a él. Pocos, muy pocos, seguían el mismo sentido que Carlos. Y dentro de estos acompañantes, lo curioso era que, prácticamente, todos tenían la cabeza regada de unos pelos blancos. Caminaban lento, no porque disfrutaban de su andar, como Carlos; sino, porque eran vetustos señores impedidos de la agilidad, por su desgastada constitución biológica.

Notó todo eso porque observó por un instante a su alrededor de reojo. Quiso preguntarse por la razón de aquél fenómeno. Pero el disfrute de caminar por la avenida 21, era tal, que no quiso interrumpirlo con el vano especular.

Sin quererlo, su mente fue preso de oscuros recuerdos que le dolía evocar. Todas las imágenes que se presentaban en su imaginación, caían enérgicamente en su mente. Y sin poder hallar una pausa, golpeaban fuertemente su cabeza. No podía soportarlo más.

Un torrente de lágrimas terminó por invadir su frío rostro. Aun así, no sacó las manos del bolsillo para limpiarse la cara. Solo sentía que debía acelerar sus pasos. Comenzó a gimotear, a tiempo que ya corría a una considerable velocidad.

Todo era insoportable en la gran avenida 21. Pero había una salvación: llegar al final. De algún modo, Carlos sentía que esa era la solución a todos sus problemas. Así que corrió más rápido, sacando sus manos del bolsillo esta vez. A medida que aumentaba de velocidad, sentía que todo el fuego de dolor que ardía en su interior, lo consumía cada vez más. Corriendo, llorando y gimoteando, gritó al cielo algo que nadie en la avenida pudo oír.


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