A DONDE MUERE EL SOL
Abel Rojas
“Pero no logro
comprender a cabalidad lo que me dices. ¿Puedes ser más claro al momento de
explicar tus ideas?” Carlos escuchó con desdén la solicitud. Agachó más aún la
cabeza, y una ligera rabia emergió del fondo de su alma. No le gustaba que le
restregasen sus verdades en la cara. Pero, así como se encolerizaba
espontáneamente, su rabia desaparecía espontáneamente también. Aunque en realidad,
detestaba renegar por pequeñeces, y quizá por eso, siempre terminaba
tranquilizándose.
Redujo la velocidad de sus pasos, caminando con más
lentitud, y buscó entre sus bolsillos el último cigarrillo que le quedaba. Tomó
el encendedor, pausando su andar por un instante, dejó que la tímida llama
hiciera su efecto sobre la punta del cigarro, aspirando con cautela, antes que
el fuego se extinguiese a causa de la brisa, suave; pero suficiente como para
apagar esa tímida llamarada que desprende el encendedor.
Como si se tratara de un día artificial y de ensueño, el
tiempo era absolutamente perfecto aquel domingo de marzo. El viento helado predominante
de la ciudad, se esfumaba al encontrar resistencia en el cuerpo de Carlos, que
se mantenía a una temperatura suficiente para contrarrestarlo. En parte porque
había estado caminando por más de dos horas, y en parte porque las partículas
que liberaba el sol, producían su efecto al tomar contacto con el cuerpo del
caminante, y también al estrellarse con todo lo que había en la ciudad.
A lo lejos, los edificios visibles se pintaban de extravagantes
colores; ya por el crepúsculo agonizante con su debilitada luz, ya por las nubes
que se interponían entre los rayos solares y aquella selva de cemento. Produciendo
así un ambiente de tono rojizo, o de matiz naranja fuerte, con una tonalidad amarillenta:
era la gama de coloración predominante, frente a otra composición de colores
más inusuales aún.
A Carlos le encantaba salir cuando el sol iniciaba su recorrido final. Nada le fascinaba más que fumar un cigarrillo y caminar. Caminar libremente sin dirección premeditada, sin obstáculos o interferencias que alteren siquiera un ápice el ritmo de sus pensamientos. Solo con su sombra, que le seguía a donde fuera; la única fiel de toda la vida. La única que conocía todos sus secretos a detalle, incluso aquellos que Carlos mantenía recluidos en su cavidad craneal.
-A ver. ¿Cómo que no entiendes lo que quiero decirte? Se me hace muy extraño que sea así. ¿A qué se debe esto? -puso su mano izquierda en el mentón. Solo hay dos posibilidades -dijo exclamando, como quien experimenta un eureka. Primero, o bien utilizo un lenguaje extremadamente oscuro, que solamente yo puedo entender lo que digo. O bien, de plano, la segunda posibilidad es que tú, eres un ser inferior que no está a la altura de esta conversación. Yo creo que este es el caso. Pero no te preocupes, por esta vez puedo ser indulgente y explicarte detalle a detalle, pedazo a pedazo, cada aspecto de lo que quise decir. Sí, voy a hacer eso. Voy a tomar cada retazo de mi idea y te explicaré con la mayor paciencia del mundo lo que quiero decirte. Cuando termines de escucharme, al final, todo te resultará tan lógico, tan claro, que saldrás convencido de que eres un auténtico subnormal incapacitado para iniciar un diálogo en la cumbre del pensamiento.
Moviendo la cabeza al compás de lo que decía, y
haciendo ademanes exagerados, echó una fulminante respuesta. No le importaba
ser duro y drástico al exteriorizar lo que pensaba. Le molestaba la simpleza de
las conversaciones comunes. Odiaba a mares la trivialidad de los temas que
usualmente habla la multitud. Por eso, intentaba huir lo más que podía de la
gente fútil y de las charlas frívolas. Y cuando abría la boca, se aseguraba de
que no fuera para decir algo ordinario. Por ese motivo, casi siempre tardaba
mucho en responder; y cuando lo hacía, se aventuraba en el laberinto de mil
consideraciones para llegar al punto central. Y de vez en cuando, se quedaba
callado, porque no encontraba las palabras exactas para expresar su idea, o
bien, simplemente carecía de ella.
Impuso un largo silencio, tanto como el que dura un
cigarrillo, para al fin dejar fluir sus ideas por segunda vez, pero con la
diferencia de que ahora, las desmenuzaría en todos sus componentes para explicarlo
en un lenguaje más accesible, aunque de ninguna manera simplista. Pero antes de
hacerlo, dejó caer el filtro, aspirando hondo previamente y por última vez,
hasta convertir en ceniza el último corpúsculo de nicotina que restaba. Ahora
estaba templado y sereno.
Miró con una sarcástica mueca, cómo, aquel pequeño objeto, era atraído ineluctablemente por la gravedad. “Un objeto más en el espacio”, dijo mentalmente. “Y ahora llegará tu final”, dijo en voz alta, mientras su pie izquierdo pisaba bruscamente lo que quedaba del pequeño cigarrillo, aplastándolo por completo, hasta dejarlo totalmente machacado. Luego puso sus manos en los bolsillos y echó a caminar, como si nada hubiese ocurrido.
-A ver. Se supone que todos deberíamos de ser alguien en la vida. Dedicarnos a algo que sea útil; principalmente para uno mismo, y, por defecto, si es que así se da, para la sociedad también. Pero solo por defecto, ¡téngase en cuenta! -levantó el dedo índice de su mano izquierda hasta la altura de su cabeza, elevando un poco la voz.
Vayamos con calma. Primero, existe el mundo, y en él existimos nosotros:
seres vivos insignificantes a nivel cósmico, pero los más trascendentales dentro
del planeta. Si es que somos los más importantes, no es que lo seamos porque
objetivamente sea así; no. Si somos importantes, es porque nosotros mismos nos autopercibimos
de esa forma. Y no es para menos; somos los seres vivos más exitosos
evolutivamente hablando. Aunque claro, seguramente para contradecir lo que digo,
podrías traer a colación el éxito evolutivo de las gallinas y los cerdos. Ya,
yo te lo aceptaría, pero déjame decirte que cuando hablo de éxito evolutivo, no
me refiero solamente a la gran cantidad de ejemplares de nuestra especie; no.
Me refiero a un éxito evolutivo integral. Está claro: ¿Qué otro animal, aparte
del ser humano, ha alcanzado lo que nosotros hemos logrado? Nadie, sin lugar a
dudas.
Entonces, y volviendo al hilo central del tema: tenemos que ser algo dentro de todo ese cúmulo de humanos que existe en el planeta: un grano de oro dentro de ese arenal, precisamente para mantener y dar continuidad al éxito evolutivo integral que logramos gracias al esfuerzo de cientos de generaciones. Pero no de cualquier generación, no. Sino de aquellas que destacaron frente a la muchedumbre insustancial.
-De acuerdo. Pero, ¿Cómo lo lograríamos?
Ahora la respuesta era radicalmente distinta a la primera, o al menos así lo percibía el caminante. La tonalidad casi burlesca y la extrañeza irónica que advirtió al principio en la pregunta, dejaron de ser punta de lanza, para dar lugar a una expresión más conciliadora y amable, que abría caminos en vez de bloquearlos con una pregunta cortante. Era la sumisión que Carlos esperaba. Eso, de algún modo, hacía que imprimiera el mejor esfuerzo para explicar su idea, partiendo de lo más básico, de lo más fundamental. Solo había que ser paciente y comprender pieza a pieza todo lo que dijera.
-Aquí no se trata de ser algo ante la sociedad. Se trata de ser algo ante sí mismo. Si hemos de ser algo en la vida, ese algo debe satisfacer las exigencias de uno mismo, y no así las de la sociedad. Aunque, pensándolo por segunda vez, hay que matizar esta idea.
A ver, si es que nos acomodamos a las exigencias de la gente y actuamos
en función a ello, a lo mucho seremos el producto de lo que la sociedad busca
del individuo. Bien podría ser algo grandioso, no cabe duda, pero en
comparación a las exigencias de uno mismo, no sería nada. Sí, lo digo con
firmeza. Al final, los grandes hombres nunca han seguido los cánones de la sociedad,
nunca caminaron en el mismo ancho sendero común. Es más, lo que normalmente
sucede, es que se apartan de ella. Siempre han construido y seguido su propio
camino. Y solo así se logra algo realmente grandioso.
Entonces, llegado a este punto, cabe preguntarse: ¿Qué es lo que voy a
ser en la vida? Y es a lo que me refería hace un momento. Este es el problema
central. ¿¡Qué demonios voy a ser en esta vida de mierda!?
Las cosas estaban más claras, tanto que ya ni una
pregunta interpeladora cabía en la conversación. Solo quedaba aguardar
pacientemente la continuación de la extendida respuesta de Carlos, que no había
dejado de mantener sus manos en los bolsillos, si no era para hacer algún
ademán efímero.
Algunos automóviles opacaban la conversación, apagando
levemente algunas palabras. Pero no era nada grave. El camino por el que
transitaba Carlos, a esa hora y en ese día, era poco utilizado por los
motorizados. En realidad, casi no había autos, y mucho menos personas. Casualmente,
no se veía a nadie por aquella alejada ruta en la que, por muchos años, el
paseante solitario dejaba transitar a sus pies. Solo pocos árboles y montículos
muy pequeños, algunos casi planos. Curvas muy cerradas y pendientes y subidas.
Todo era atravesado por una larga alfombra artificial.
El destello solar poco a poco disminuía su intensidad
más aún, tanto que los haces de luz, no llegaban directamente ni al cuerpo del
caminante, ni a las pocas casas que se encontraban en la vereda de la carretera.
Solo algunas nubes en lo alto del firmamento eran atravesadas por ellas. Tanto
así era, que el astro solar ya no era visible por ningún ojo humano a lo largo
del horizonte, de manera que su luz, apenas se esparcía verticalmente en
dirección al cielo, y no a la tierra. El lado del planeta en el que se
encontraba Carlos, había escapado con éxito de la luz solar.
No era de noche, pero tampoco era de día. Era un momento intermedio entre ambos: un adiós al día y una bienvenida a la noche. La oscuridad adquiría un tono más intenso a medida que avanzaba. El viento comenzaba a incrementar su fuerza, de la misma forma que el frío. Pero por suerte, Carlos era indemne a la rudeza climatológica. No le importaba. Estaba enfrascado en explicar una pequeña y simple idea. Aunque no tan simple para Carlos, no. Él odiaba el simplismo tanto como odiaba a la gente trivial. Y en la medida de lo posible, evitaba chocarse con ambas. Por eso cada domingo se lo podía ver solo y tranquilo, caminando por la gran ruta nacional veintiuno, siempre rumbo a donde muere el sol.
-El mundo del conocimiento es lo mío. Si quiero destacar en él, tengo que comenzar a estudiar algo seriamente, sin desviarme en humaredas que al final no conducen a nada. Debo elegir una carrera profesional que me guste. Piensa, Carlitos, piensa, ¿Qué es lo que te gusta?
Me gusta… ¡me gusta de todo! No puedo evitarlo. Sé que esto está mal,
que si sigo así terminaré en nada. Pero en verdad, se me hace extremadamente
difícil enfocarme en algo específico. Siempre que intento hacerlo, termino
encontrando una y mil lagunas en lo que estudio, y termino por desviarme en
cada una de ellas, tratando de satisfacer mi curiosidad y acabar de una sola
vez con esa falta de conocimiento. Pero se requiere de un esfuerzo titánico; es
mucho, es mucho para mí, tanto que termina por ofuscarme aquella ingente
cantidad de cosas que desconozco. En verdad, aplacar la duda cuesta tanto… Ahora
me queda claro que, con seguridad, la ignorancia es más grande que el
conocimiento. El conocimiento es apenas la excepción en el inmenso mar de la
ignorancia.
En ese momento, nuevamente sintió esa crisis de la que
había sido preso ya por varios meses, pertenecientes al último año de la
secundaria. Una crisis de la que no había podido salir, incluso estando en su
vacación más reciente; la breve pausa antes de ingresar a la universidad y enfocarse
en temas con cierto grado de especialización.
Carlos acostumbraba anticiparse con un plan detallado
a todo lo que vendría después de cada etapa importante de su vida. Pero por
primera vez en su existencia, parecía que no sabía qué es lo que exactamente iba
a hacer. Su preocupación era descomunal, tanto que, durante casi toda su
vacación de diciembre y enero, dormía solamente por las mañanas, se pasaba las
tardes caminando, y en las noches, sin fallar, estudiaba endiabladamente
buscando algo que ni él mismo sabía qué era. Simplemente estaba desesperado, y
su única forma de paliar esa desesperación, era adentrarse radicalmente en el
conocimiento. No conocía otra forma de hacerlo. Desde que había nacido, le
habían formado en un ambiente que solamente admitía eso: muchos libros en su
habitación de niño, un férreo control de lecturas fundamentales en la
adolescencia y, como si todo eso no bastara, pertenecía a una prestigiosa
familia de científicos a la que no podía fallar: un padre destacado en el mundo
de la física, y una madre nominada nada más y nada menos que al premio Nobel de
química. Sin dudas, el peso que recaía sobre Carlos, era enorme, y no había
lugar para dar un paso atrás, o siquiera dar un paso al costado a manera de
pausa. Su vida transcurría desenfrenadamente, que no perdonaba un solo segundo
de tiempo echado a perder.
Por un instante, dejó de caminar, y miró al frente: inmóvil,
atento, y como si se esforzara en identificar lo que tenía delante suyo, fruncía
los ceños casi sin parpadear. Estuvo así por un tiempo largo, o muy corto
quizá. No importaba, solo sentía que se había perdido en algo que desconocía,
en algo inefable pero que guardaba un parecido muy estrecho con la nada. Aunque
finalmente, no le dio mucha importancia y siguió con su camino.
Ahora ya no estaba tan afanado en seguir con la
plática. Sintió nacer en su interior una agradable sensación de paz. Veía cómo,
sus pies, avanzaban paso a paso sobre el pavimento firme. Aspiraba el fresco y
gélido aire de la naturaleza. Cerraba a ratos los ojos, y luego los abría de
golpe. Todo era tan nítido ante su mirada: los árboles, el camino, la tierra,
el cielo, el color de su ropa; todo, a pesar de la predominante oscuridad, que
bañaba a todo en una incipiente penumbra.
Se sintió feliz y sacó el móvil, tras haber recordado
algo importante. Puso un poco de música y escribió a uno de sus contactos: “Princesa:
los sueños me han inquietado desde siempre. En verdad agradezco que me hayas
regalado ese famoso libro que desentraña los secretos de la experiencia
onírica. Voy a leerlo en esta semana.”
Por cómo se veía el rostro de Carlos, parecía estar más tranquilo que al principio. Caminar siempre le hacía bien. Sentía que despejaba sus pensamientos, aclaraba su mente y creaba nuevas ideas. Aquel domingo de marzo no era distinto. Había logrado su cometido y eso era motivo de satisfacción para él. Salió de casa con una enmarañada cantidad de dudas, y ahora regresaba con una decisión firme y definitiva. Ya sabía a lo que se dedicaría. Y así se lo hizo saber contundentemente a su sombra. Acomodándose debajo de un poste de luz, apoyó su cuerpo sobre él, y mirando al suelo habló por última vez.
-Ya lo tengo decidido. No hay necesidad de explicarte más cosas. Esto ya no es un problema, porque ya lo he resuelto. Así que no me queda más que solo comunicarte la solución. En serio lamento que te hayas perdido de mi brillante explicación. Lo estaba haciendo bien, aunque apenas estaba en menos de la cuarta parte de todo lo que iba a decirte.
Decidido y muy contento, hablaba con alegría, ya con las manos fuera de los bolsillos y moviéndolos libremente, para acompañar a cada palabra que pronunciaba, como si las manos le ayudasen a ser más enfático en lo que decía.
-Tengo que empezar de cero. Tengo que ir al origen de todo. Estamos en el siglo veintiuno y el conocimiento humano ha logrado grandes avances; sin duda sabemos mucho sobre el origen del universo, de la vida y de la mente. Mucho más que en la época de Parménides. Me intriga saber cómo demonios surgió todo lo que existe. Quiero saber cómo fue posible que la vida haya evolucionado de formas tan simples, hasta esto que soy yo. Pero no solamente eso, sino, también me interesa saber por qué me hago estas preguntas. ¿Qué hace que yo sea lo que soy? ¿Qué hace que yo me plantee estas interrogantes? ¡Sí, al fin he encontrado a lo que me voy a dedicar en la vida! No importa cuánto me cueste ni a dónde me conduzca la búsqueda de la respuesta final. Voy a estudiar lo necesario para responderlas, aunque tenga que estudiar tres carreras a la vez. Voy a seguir ciegamente a mi curiosidad.
Sintió que ya no tenía nada más que decir, y al mismo
tiempo, sintió que acababa de salir de una especie de estado de trance o algo
similar. Estaba hablando con su propia sombra, acababa de advertirlo. Y era una
voz interior la que lo interpelaba, mientras que Carlos respondía en voz alta,
como si estuviese hablando con alguien real.
Pensó un poco en lo que sucedía, y se echó una
carcajada. No le importó. Puso sus manos nuevamente en los bolsillos, y
continuó su camino, siempre en la gran ruta nacional número veintiuno, con
dirección a donde muere el sol.
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