¿QUÉ PASA CON CARLOS?
Abel Rojas
El sabor del tibio café era casi indistinguible del
humo reinante en la pequeña habitación de Carlos. Nunca acostumbraba tomar nada
caliente, y mucho menos el café, que era su fiel compañera por más de una
década; una taza a cada hora. Pero no era una taza cualquiera, sino una
especialmente pequeña, de esas que es difícil encontrar en las miles de tiendas
lujosas de la ciudad de La Paz, o en los pequeños puestecitos ambulatorios que
se instalan a lo largo de la otra ciudad.
Mientras bebe sorbo a sorbo, todavía recuerda el
prolongado tiempo que le costó encontrar esa tacita: blanca, de porcelana,
elegante, que tranquilamente cabía en una mano, y que se sostenía sobre un
pequeño platito. Tardes enteras y noches inacabadas, sesudos planes para
visitar cada tienda, rigurosas preguntas e indicaciones a las vendedoras; todo,
todo terminaba en inesperadas frustraciones. ¿Tan importante era encontrar
aquella tacita?
Tomados de la mano o abrazados, aún recuerda las
divertidas tardes que pasaba junto a Mariel, buscando casi desesperadamente
aquel preciado objeto. Un tímido saludo en el primer encuentro. Una mano sobre
la otra estando en el minibús. Abrazados con ternura al llegar a la ciudad de
La Paz. Un beso en la primera esquina tras avanzar una cuadra. Era el lado
placentero de salir a buscar la tacita.
Hacía algún tiempo que había perdido su primera taza,
casi de las mismas proporciones, que fue un regalo de su madre. Se sentía algo
decepcionado, porque aquel simple contenedor de café, le hacía mucha falta, a
tal punto que casi no podía mantener un rendimiento óptimo en su trabajo; sin
contar el valor emocional que tenía, por ser un regalo de alguien especial. Si
bien le importaba ese detalle sentimental, más le importaba el hecho de verse
limitado a escribir menos de lo que habitualmente lo hacía, que eran quince
horas exactas por jornada. Ni más ni menos. Sin embargo, últimamente, apenas
podía mantenerse sentado frente a sus hojas unas cinco horas seguidas: tiempo
absolutamente ridículo e inaceptable para un hombre tan exigente como era
Carlos.
Una mañana de diciembre, esa leve decepción por no
tener su tacita consigo, al fin había terminado, al encontrarlo en un
supermercado de la otra ciudad. Paradójicamente, no estaba con Mariel, la
amante con la que cientos de veces salieron a buscarlo con esa excusa;
terminando el día sin la taza, pero envueltos en la cama haciendo el amor
furtivamente, confiados en la protección de la noche. No, se encontraba nada
más y nada menos que con su madre; la persona que le había obsequiado la
primera tacita.
Enciende el cigarro número veintiuno, mientras
veintiocho minutos se alejan lentamente de la medianoche. Con mucho cuidado,
tras tomar la última gota de café, aparta la tacita justo a su lado derecho,
encima de un libro pequeño. Estaba solo como siempre, encerrado en esa
habitación carente de vida, como alguien le había dicho alguna vez. Carlos era
extremadamente minimalista en sus gustos. Mantenía la rígida idea de que el
cuarto era el único espacio en el que uno puede hacer lo que le da la gana,
ordenarlo como le da la gana y tener lo que le da la gana. Era el reino
personal es su máxima expresión.
Un colchón de esponja sobre el piso, dos camas: una
para cubrir el colchón, y otra para cubrirse él mismo. Un calefactor y una
caldera eléctrica. Un poco de ropa, algunos libros, y hojas; muchas hojas. Algo
de café y azúcar cerca de la tacita. Un pequeño foco led conectado a un
cargador portátil, era lo único que emitía algo de luz. Todo lo mantenía en el
piso. Pero lo más importante que tenía en aquel cuchitril, era una novela de su
propia autoría.
“Tu recompensa será hacerlo, tu castigo haberlo
hecho”, “tu recompensa será hacerlo, tu castigo haberlo hecho”, se repetía
mientras preparaba la enésima tacita de café y el humo frente a sus ojos se
esparcía lentamente. Se sentía desesperado, inquieto, derrotado, fosilizado,
desanimado y con los ojos adoloridos. No era la soledad ni el encierro lo que
le mantenía en ese familiar letargo. Podrían haber sido tres cientos sesenta y
cinco días de encierro, o veinte días de soledad, no importaba. Para Carlos la cueva
infranqueable de su habitación, siempre era el mejor lugar del mundo. Pero
aquella noche era distinta. No lo deseaba. No deseaba vivir la noche, o quizá
la vida entera.
Había algo; una descomunal y exagerada preocupación
que no le permitía desarrollar su vida normalmente. Sentía un megalítico peso
en la espalda. Al principio nada estaba claro. Sin proponérselo y sin ser
plenamente consciente, estaba fumando más de lo que acostumbraba, y bebía café
casi a cada cinco minutos. Se acostaba, se sentaba, se ponía a dar vueltas en
el cuarto, y de nuevo repetía lo mismo varias veces, siempre terminando en la
cama para, tras un momento, volver a repetir sus movimientos.
Quiso evadir aquella extraña mezcla se sensaciones,
pero su peso era cada vez más aplastante. Los segundos eternos pasaban raspando
cada célula de la vida de Carlos. Se revolcaba en la cama, envuelto por la
reinante oscuridad de su guarida, diciendo mentalmente o en voz baja: “no debí
escribir esa novela, no debí escribir esa novela; ahora la tengo que terminar
de revisar, la tengo que terminar de revisar”. Había logrado hallar la causa de
su desventura nocturna.
Aquel joven descuidado, como era él, fácilmente podría
haberse zafado de aquel trabajo de trescientas páginas, tal como había hecho
muchas veces con cientos de hojas escritas por su propia mano,
desapareciéndolas por completo en la plácida luz de un fuego ardiente nocturno.
Pero la novela era el producto de un largo trabajo de veinte años
ininterrumpidos, en los que Carlos dio todo por ese libro. No podía echar a la
basura así porque sí dos décadas de vida.
No tenía el objetivo de ser un gran novelista, o un
hombre recordado por un libro tras la muerte que siempre le había preocupado;
no. Su intención era escribir libremente, sin verse inhibido o limitado por
ninguna clase de obstáculos: editoriales, público o gente profesional. Los
detestaba a todos: “mundito de mierda”, era la frase que siempre repetía cuando
su pensamiento ermitaño vagaba de vez en cuando entre el mundo exterior. Y los
novelistas no estaban exentos de su sentencia.
Al quedarse quieto al fin, dándole la espalda a la
pequeña luz, se dio cuenta que su mano izquierda comenzaba a temblar un poco,
mientras la otra se acercaba hasta su boca, para inhalar un poco de ese humo
sagrado, que en sus narices se hacía agradable aspirar, por lo diseminado que
se encontraba en todo el oxígeno atrapado en esas cuatro paredes. La luz tenue
alumbraba levemente los lápices y diagramas que estaban sobre el colchón, al
lado izquierdo de su cama. Él, semiacostado, tenía la cabeza apoyada en la
pared, pero su mente comenzaba a divagar errante en viejos recuerdos.
Amigos, muy pocos amigos; vecinos, indiferentes
vecinos; fiestas, apestosas fiestecitas; farras, ya no más farras; paseos,
inolvidables paseos. Una miríada de recuerdos evocaba en su mente; imágenes que
se sucedían a una velocidad cercana a la de la luz. Y siempre que las veía, les
asignaba un adjetivo. “Han pasado gran cantidad de cosas, buenas y malas”;
pensaba mientras recordaba.
Arriesgado y medianamente soñador, había perdido
muchas cosas importantes a lo largo de sus treinta y tres años de vida, que sin
lugar a dudas, le hubiera sido de gran ayuda en todo, incluso en el éxito
social. Pero eligió el camino solitario, sin grandes comodidades ni lujos por
disfrutar. Sentía que ya había vivido la vida con la yema de los dedos, y que
por tanto la muerte era bienvenida si es que ha de llegar. Después de todo, ya
había puesto el punto final a su novela, que era por lo que más había luchado
mucho tiempo, aunque faltaba hacer la última revisión para realizar finalmente
su publicación.
No pudo evitar el recuerdo de Mariel. Sabía que ese
pasado siempre renacía ardientemente en su memoria en momentos así. Nunca había
logrado encontrar un remedio para desterrarla de su cabeza. “¿Cómo hubiera sido
mi vida con ella?”, hace la pregunta una sola vez, originada en su mente,
desembocando hasta su boca, para terminar finalmente en un murmuro entre sus
labios. Era el único sonido tímido y balbuceante que inundó la frígida
habitación en medio de la noche.
Ella había sido una de las chicas que más había
apreciado de verdad. Quizá por eso cuidaba tanto esa tacita, porque era uno de
los pocos recuerdos intensos que tenía con Mariel, pues buscándola, había
pasado mil noches de amor a su lado.
Alegre y eficaz conversadora, en contraste a Carlos.
Atenta y detallista, en contraste a Carlos. Con sueños y ambiciones, a
diferencia de Carlos. Ninguno era uno para el otro. Dios había hecho una mala
jugada al unirlos, aunque por fortuna terminó separándolos, una cálida y
pacífica viernes por la tarde, en una desconocida calle de la otra ciudad.
“Creo que sí la quería, creo que sí la quería; yo sí
la quería”, musitaba mientras se ponía en posición fetal una vez más, siempre
sobre el colchón, dando la espalda nuevamente a la lucecita frágil que se
encontraba en el lado derecho. Se cubrió todo el cuerpo con la cama, incluida
la cabeza. Una tibia lágrima comenzaba a pasar entre la montañita de sus
narices, llegando a inundar a su otro ojo. No quiere reconocerlo: “no estoy
llorando”, se repite una vez, con la voz un poco más elevada y casi temblorosa.
Cierra los ojos y deja en libertad algunas gotas de
lágrimas. Lleva su mano derecha hasta su rostro, e intenta secarlo con la
palma. No logra entender la situación. Ella y la novela parecen causarle un
fuerte desequilibrio en su vida. Está confundido, pero no tiene el menor
interés en revolcarse en el fango de recuerdos que tenía con Mariel; no más. En
la vida había cosas más importantes. Incluso su estado letárgico causado por su
libro era más importante que ella. No quería pensar más, ni recordar más. Siempre
que intentaba enfrentarse a sus dolores, terminaba perdiendo, expulsado en un
vacío abismal, como el que lo acosaba aquella noche de cigarrillos, cafés y una
voluminosa novela escrita con su puño y letra.
“Hice mi propio intento. Mi recompensa fue hacerlo,
pero mi castigo es haberlo hecho”, se repetía una vez más, rompiendo
bruscamente la posición fetal en la que se encontraba, para tomar un grueso
cúmulo de hojas blancas, con un ilegible título y varias frases escritas con su
letra pequeña, cursiva y elegante como era. Lo tomó con las dos manos, mientras
ya se encontraba sentado en el desgastado colchón. Lo observó por un instante,
intentando descifrar el título que se perdía entre la oscuridad que producía su
cuerpo por estar entre la novela y la luz. No se esforzó en lograr su cometido
y volvió a dejarlo donde estaba.
Retornó a la posición fetal en la que estaba, y su
pensamiento divagaba sin dirección alguna en la profundidad de su mente,
revolcándose nuevamente en viejos recuerdos o imaginando situaciones que
hubiera deseado vivir. Sentía la pesadez de sus párpados y a ratos se dejaba
vencer por ellos, cerrando sus ojos sin darse cuenta. Pero apenas era
consciente de eso, los abría inmediatamente, como si se esforzara por no
dejarse perder en la bruma del sueño.
El ambiente era casi oscuro por completo, y eso
predisponía a entregarse al sueño a cualquiera. Tan solo una débil luz del
pequeño foco led alumbraba parte del piso, dispersando su luz agonizante
hasta el último confín de la habitación, donde finalmente encontraba la muerte.
A Carlos le producía un temor extraño quedarse
dormido. Cada vez que llegaba la noche, una ansiedad creciente se alojaba en
cada centímetro cuadrado de su cuerpo. Intentaba no ponerle atención, dejándolo
de lado. Pero estaba allí, y él lo sabía. Esa agria sensación que nunca le
agradaba, y detestaba sentirlo. Pensaba él, que el hecho de pasar al reino de
los sueños, era equivalente a pasar al reino de la nada. Pues, en todo el
tiempo que duraba el sueño, nada sentía, nada recordaba, nada pensaba; nada de
nada. No era consciente de ese transcurrir de su vida. Era, simple y
sencillamente, estar envuelto en la nada en su máximo esplendor. Así lo sentía
Carlos, cada vez que terminaba el día, y llegaba la hora de dormir: un leve,
pero constante temor.
Si por él fuera, se quedaría despierto todo lo que
dure la vida; mirando las estrellas, caminando, escribiendo o acostado en su
cama sin pensar en nada. Pero no, la naturaleza no admitía eso. Su deseo
violaba las leyes de la naturaleza, y él lo sabía perfectamente. Por eso sentía
ese miedo constante, porque tras la muerte del sol, siempre tendría que volver
a esa negra oscuridad que era la nada.
Pensó un poco en eso, pero se obligaba a pensar más en otras cosas. Intentaba ser atrapado por el sueño mientras imaginaba cosas alegres: un día perfecto, una noche con Mariel, o la novela publicada. Al final, casi como todas las noches, siempre terminaba preocupado por lo que tendría que hacer al día siguiente. Su vida estaba casi aplastada por el enorme peso en que se había convertido el proceso de la última revisión de su novela. Se preocupaba más de lo que ameritaba la situación. En su mente, buscaba nuevas formas de optimizar sus actividades, de ser más eficiente en la revisión de la novela. Eran las ilusiones en las que se perdía Carlos. Y estando así, la nada terminaba por engullirlo entero, amenamente, sin dolor ni advertencia.
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