COMO UNA ESTRELLA FUGAZ

Abel Rojas
Viernes siete de diciembre era un día más en la tétrica vida de Carlos. Destrozado y abatido, hacía nueve meses que su existencia había dado un vuelco total, al experimentar el suceso más atroz que jamás pensó que llegaría: la muerte de la persona que más amaba en la faz de la Tierra.

El doliente, no era de las personas que gritaba su dolor a los cuatro vientos del mundo, ni se mostraba a la sociedad cuando el llanto terminaba por derribar su débil intento de mantenerse fuerte. Se recluía en el más recóndito espacio de su enorme casa, donde antaño escuchaba la voz de su hermana; voz de la que ahora solo quedaba un eco fúnebre y sombrío. Solitario y huraño, desde que murió su única compañía del mundo, había escapado de la sociedad a toda costa. No quería ver a nadie, no quería estar con nadie, no quería hablar con nadie.

Sentado en la oscuridad de un rincón de la sala, o acostado en el piso del patio mirando las estrellas por largas horas, se rasgaba la vestidura, chocaba su cabeza fuerte contra la pared y gritaba el nombre que ya no era nombre. Pero nadie respondía en el enorme apartamento, casi vacío, donde hace apenas algunos meses, vivía con su hermana.

La tradición mandaba quemar todas las pertenencias de la persona muerta: “para despachar las penas”, decían las personas mayores. Pero a Carlos no le interesaba ya el mundo. En consecuencia, cada objeto perteneciente a su hermana, era una mina de recuerdos, que explotaba implacablemente al tomar contacto visual.

Estaba tremendamente aturdido y casi no hablaba. Solo veía suceder todo frente a sus ojos, como una lenta película de terror. Y por más que vivía el momento y era consciente de él, simplemente no lo creía. En su fuero más íntimo, no podía asimilar que las personas desaparezcan como polvo en el viento; que su hermana desaparezca por completo, sin poder hacer nada al respecto. Había llegado a su vida el momento del adiós eterno.

Una persona moría, pero el mundo era totalmente indiferente a eso. Afuera todo seguía igual. El viento soplaba con su misma intensidad. Los días y las noches pasaban como siempre. La sociedad seguía manteniendo su funcionamiento mecánico sin cesar. Pero Carlos no dejaba de pensar en ella. Recordaba su imagen, su voz, su sonrisa y los buenos consejos que siempre le daba en sus momentos de tristeza. Así, mientras nada había cambiado afuera; él, en su mente, sentía que se había desmoronado absolutamente todo.

La situación era irreparable. Carlos tenía la vida fracturada, y nunca más podría ser el mismo de antes: aquel chico con sueños, y que daba todo de sí para cumplirlos. No, ya nunca más. ¿Qué sentido tenía seguir con todo lo que había construido? ¿Qué maldito sentido tenía seguir respirando el aire vital? No, nada; ya nada tenía sentido para él. Le daba igual si se mantuviera vivo o muerto. ¿Qué diferencia habría? Ninguna.

De todas maneras, la fugacidad de la vida era eso: nada más que una estrella efímera en medio de la negra noche. Sucede, alguien lo ve; pero nada más. Tan solo eso. Y no vuelve a pasar.

Solo y sentado en el comedor a las nueve de la noche, intenta cenar algo, pese a que había dejado de hacerlo regularmente hacía meses. Parecía hipnotizado. Su mirada siempre estaba perdida en el vacío. Nunca soltaba siquiera una leve sonrisa. Y cuando caminaba, lo hacía cabizbajo, siempre mirando el piso.

Toma la cuchara, observa el fideo instantáneo que había preparado minutos antes y se queda así. Un minuto, dos y tres. Deja la cuchara en su posición inicial. Ya no puede llorar. Hacía tiempo que sus lágrimas terminaron de extinguirse. Ni siquiera ellas ahora podrían socorrerlo cuando el dolor era insoportable en su pecho. Pero sentía una sensación de querer llorar, y lloraba sin llorar, dejando que el dolor pulverice lo poco que quedaba de su alma. ¡Ah, terrible momento!

De pronto, escucha sonar el móvil. Toma el celular y observa la pantalla. “¿Dónde estás? Por favor salgamos, ¿sí?”. Era un mensaje de Daniela. Rápidamente responde y dice: “Claro que sí, Dani. ¿Dónde estás tú?” “Te mando mi ubicación, ¿sí?” Por alguna razón, se mostraba amigable con ella, y le era difícil negarle una cita.

Por un momento, salió del estado hipnótico en el que se encontraba y pensó en ella. Daniela era la chica que había conocido en la universidad, al coincidir en clase de electromagnetismo. Desde la primera vez que la vio, Carlos se sintió deslumbrado por su belleza. Era la chica perfecta. Tenía los ojos más hermosos que jamás había visto, el rostro perfecto, y su sonrisa era angelical. En medio de toda la oscuridad en que aquel joven estaba sumido, Daniela era una pequeña luz de esperanza.

Le llamaba la atención, pero no con el mismo interés que hubiera tenido en circunstancias normales. Era una chica presente en su vida, pero nada más que eso: presente de lejos, sin que se atreviera a dirigirle la palabra. Pero una tarde de jueves, ella se atrevió a hablarle, a pesar de la antipatía que envolvía a Carlos.

- Hola, ¿a dónde vas?

Carlos la observó con asombro e indiferencia. No le gustaba que invadan su privacidad. Se encontraba caminando por la reducida avenida 28, tras haber salido de la universidad. No respondió nada por unos instantes. Siguió su rumbo, siempre con la cabeza gacha, mientras ella caminaba a su ritmo. No pensaba en nada, ni siquiera en el temerario acercamiento que hizo aquella bella chica. La miró una vez más, y nuevamente se sintió deslumbrado por toda su belleza. Tenía la piel tierna, y se notaba que era muy joven en relación a él; quizá demasiado.

- Me dirijo a casa.
- Siempre caminas por esta avenida después de clases, ¿verdad?
- Sí. Me gusta caminar, y… de cierta forma, lo necesito.
- ¿Sí? ¿Por qué?

Carlos sintió que su intimidad estaba siendo asaltada, y tuvo una mezcla de rencor, desconfianza e incomodidad. No supo si responder con la verdad, o bien conducir la conversación a otro lado, lanzando una evasiva.

Hablar con Daniela sobre todo lo que estaba viviendo, le parecía inoportuno. Nadie en el mundo era lo suficientemente digno para escuchar su historia. ¿Quién podría entender su dolor? Entonces escogió el camino fácil.

- Es que me gusta. Caminar me mantiene tranquilo y ayuda a que mi mente se encuentre despejada.
- ¡Qué bueno! Pues a mí también me gusta caminar, aunque no siempre lo hago, y menos por esta avenida 28. ¿Tú siempre caminas por acá verdad?
- Sí, sí; te lo vuelvo a repetir.

Carlos comenzaba a perder la paciencia y ella claramente no sabía qué decir. Quizá por la falta de experiencia, o quizá porque estaba muy nerviosa. Contrariamente, Carlos estaba de vuelta en esa clase de sucesos y no sentía temor ni nerviosismo frente a aquella joven mujer.

Pero pronto conectaron, y él se mostró más receptivo y abierto a la conversación. De cierta forma, sentía que le gustaba estar a lado de ella. Incluso sonrió un poco y se olvidó del mundo mientras duraba la charla.

Hablaron de sus gustos personales, de las cosas que hacían mientras estaban en casa, y de lo que aprendían en la carrera, pese a que Carlos estaba en su último año, y ella apenas comenzaba sus estudios. En la universidad, no era nada extraño que compartiesen aula entre un principiante y un estudiante de último año.

Ella parecía estar muy interesada en él. Se notaba que le hablaba con cariño y mucho tacto. Desde el primer instante, se había esforzado por evitar que Carlos se sintiera incómodo. Y sorpresivamente, lo había logrado hasta cierto punto.

Al estar cerca de la casa de él, tuvieron que despedirse muy a su pesar. Si por él fuera, le hubiera invitado a su habitación para romper con el silencio y la soledad de una vez por todas. Sabía perfectamente lo que allí pasaría, pero no quiso hacerlo. Por algún motivo especial, no quiso hacerlo. Así que solo se despidió, sin intentar nada más.

Al estar a unos metros de su casa, esa magia en la que aquella mujer había logrado envolverle, había desaparecido. Entonces, de nuevo: el obscuro panorama de siempre, el mismo silencio y la misma soledad infranqueable.

Buscó la llave, la tomó en su mano izquierda, y abrió la puerta. Bienvenido el vacío una vez más. Era el día anterior a cuando Daniela le escribió aquel mensaje de invitación para verlo.

Carlos pensó un poco y respondió: “Está bien, envíame tu ubicación, y yo vendré hasta donde estás”. Respondió con agilidad, a tiempo que tomaba una chamarra gruesa, una chalina y un gorro para protegerse del frío de la noche citadina. Tomó la billetera y la llave. Salió sin pensarlo dos veces.

Cuando estaba cerrando la puerta principal, llegó el mensaje por WhatsApp con la ubicación: plaza 21 de marzo. No estaba lejos. Quince minutos en taxi era suficiente. Entonces avanzó tres cuadras hasta llegar a la avenida y se embarcó en el primer radiotaxi que vio. “Ya estoy viniendo, espera unos minutos”, escribió una vez más.

En el camino, reparó en lo que estaba haciendo. ¿Por qué salía tan de prisa ante el llamado de Daniela? En muchos meses, no había hecho algo similar con nadie. Es más, evitaba a toda costa a las personas. Pero ese viernes por la noche, estaba rompiendo con todas sus rutinas establecidas. ¿Qué tan especial era Daniela? Algo importante tenía que representar la chica que le había gustado desde la primera vez que la vio.

Era innegable: Daniela le gustaba y deseaba estar a su lado. Al principio no quiso reconocerlo, pero sus acciones le hicieron dar cuenta de que era inevitable sentir algo por ella. ¿Estaba enamorándose de Daniela? ¿Cómo puede suceder algo así tan de prisa? Pensó un poco más, cerrando los ojos. Entonces, la imaginó con su jeans azul, su chamarra negra y su camisa de color blanco y guindo con figuras de gruesas líneas horizontales. Visualizó sus finos labios que embellecían más aún su sonrisa.

No había más razón para relegar y mantener oculto el evidente amor que sentía por ella. Un amor tan de golpe, un amor a primera vista. Pero no era ese típico amor que normalmente sentía por las chicas, que solamente se reducía a un mero deseo sexual. A Daniela la quería con sinceridad, con un amor puro y cristalino. Sentía el deseo de pasar la vida a su lado, simplemente acompañado de ella, en todo lo que reste por vivir. Sentía que quería tenerla un atardecer frente al mar, y abrazarla con ternura, mientras fenece lentamente el sol. Sentía que quería sentarse a tomar un café en el patio de su casa una tranquila tarde y observarla; observar a detalle cada movimiento de su cuerpo, sus gestos y sus manías. No había más dudas: Carlos estaba enamorado.

Nervioso y preocupado, abrió los ojos tras haberla imaginado. Observó con sigilo por todas las ventanas del taxi, para verificar en qué lugar se encontraba. Solo faltaban dos cuadras para llegar a su destino. Una ola de nerviosismo recorrió por todo su cuerpo. En todo el camino, había estado pensando en ella, incluso la llegó a imaginar; y en unos instantes, la tendría ahí, en frente y a unos centímetros.

Desembarcó y se pasó un momento vislumbrando la enorme plaza 21 de marzo. Trágicos recuerdos llegaban a su mente, pero prefirió evadirlos. Ella tendría que estar allí. Comenzó a caminar lentamente, mientras arreglaba su chalina y gorro. Observaba a todos lados, buscando la imagen de Daniela.

Ingresó al centro y sacó el móvil: “ya estoy acá”, mensaje que fue leído rápidamente por ella. Siguió caminando lentamente, con la mirada atenta. Sector este; nada. Sector sur; nada. Sector oeste; nada. Sector norte; sí. Allí estaba la figura de ella, hermosa como era. Aún bajo las enormes luces de la plaza, se veía tan linda como en el día. Carlos se puso algo nervioso y se alegró de encontrarla. 

- ¡Hola! ¿Cómo estás? –saludó con ánimo y alegría.
- Hola, estoy bien. ¿Hace un poco de frío verdad?
- Sí, algo. Pero estoy abrigado y espero que esto sea suficiente para contrarrestar esta heladera.
- Supongo que sí. Yo también estoy abrigada. Casi siempre hace frío en esta época del año.

Así comenzaron a conversar, con confianza y naturalidad. Era una noche tan pacífica, tranquila y encantadora. Tomaron asiento por un momento y en frente vieron a un grupo de personas que instalaban un aparato de música para comenzar a bailar.

- ¿Te gusta bailar?
- ¡No!, nunca lo hago. No soy bueno en esas cosas. ¿A ti sí?
- Pues mira qué casualidad, a mí tampoco me gusta bailar.

A medida que se conocían, advirtieron que tenían mucho en común, desde su forma de ver el mundo, la vida, hasta los gustos en muchas cosas. Ella parecía estar muy interesada en saber la forma cómo pensaba Carlos, quizá por ser mayor que ella, o porque lo consideraba una persona interesante.

Sin que importara el tiempo, se mantuvieron así por varios minutos, que parecían eternos, porque ambos sentían que el tiempo se había congelado. Y sentir eso era una sensación muy agradable. Carlos hacía una pregunta, y ella respondía extensamente. Entonces, su mirada se perdía entre sus labios perfectos, que no dejaban de moverse hermosamente, mientras duraba su respuesta. Ella era consciente de la forma cómo Carlos la miraba; pero él no era la única persona encantada en esa conversación.

Daniela estaba muy alegre, a pesar de que intentaba no demostrarlo demasiado. Se sentía cómoda y segura estando a lado de él. Se le hacía muy agradable escuchar a alguien como Carlos, cuyas ideas extravagantes le interesaba sobremanera.

- ¿Quieres caminar?
- ¡Claro! ¡Caminemos!

Entonces se levantaron y avanzaron lentamente hacia una grande avenida. Ambos disfrutaban de su presencia. Sentían que la noche era más agradable estando juntos. Reían un poco, y de vez en cuando, se miraban frente a frente, fijamente, por unos pocos segundos.

Así llegaron hasta el final de la avenida, y el reloj ya daba las once de la noche. Nadie dijo nada acerca del tiempo de retirarse. Parecía ser que deseaban que la noche fuese eterna, para estar eternamente juntos.

Las luces perdían su fulgor a medida que se alejaban de la gran avenida. Las calles se vaciaban poco a poco y parecían ser los únicos caminantes en medio de la noche: solos en la gran ciudad. Llegaron a una cancha de fútbol y encontraron una tienda allí.

- ¿Tienes sed? ¿Quieres algo? Porque yo sí tengo sed, y me hace mucha calor.
- ¡Sí!, yo también tengo sed.

Carlos se dirigió hasta la tienda, y quiso comprar dos refrescos personales. Pero no había, así que tuvo que comprar una coca cola de dos litros. Pidió vasos y buscaron un lugar dónde sentarse. Las graderías de la cancha eran perfectas, entonces fueron allí.

Al llegar, se acomodaron debajo de un poste de luz. Se sentaron más juntos de lo que lo hicieron antes en la plaza. En todo el trayecto, se había generado un ambiente de mayor confianza y cercanía. Ya no estaban nerviosos, ni pensaban mucho en lo que iban a decir o hacer. Simplemente dejaron fluir lo que son, sin ropajes ni reservas. Hablaron con toda franqueza y actuaron con toda naturalidad.

Carlos la vio más bella aún. El enorme foco sobre el poste regaba con su luz el rostro de Daniela. Sus cejas, sus ojos, su nariz y sus labios, parecían más perfectos aún. Él se sintió afortunado de poder contemplarlos tan de cerca. Tomaron el refresco y hablaron, entre silencios relajantes y risas sosegadas.

De pronto, una brisa suave desordenó parte de los cabellos de Daniela, cubriendo un poco sus ojos. Quiso arreglarlos, pero al momento de levantar su mano, Carlos se lo impidió, llevando la suya hasta el rostro de ella. Con cautela, cariño, y mucha lentitud, arregló el cabello de Daniela, dejando libre su vista. Entonces la vio más de cerca, acarició su ceja y su frente con las yemas de sus dedos. Era tan hermoso aquel instante. Ambos sonrieron un poco y siguieron con la plática.

Hablaron de cualquier cosa, menos de lo que estaba sucediendo. No hacía falta. Las palabras estaban demás. Había que vivir el momento, sentirlo en toda su magnitud y no perder el tiempo en palabras; los hechos valían más que ellas.

Carlos se levantó sin decir nada. Se puso frente a Daniela y le ofreció su mano. Ella lo extendió hasta tomarlo. Así se levantaron ambos y continuaron su camino. Ya no hablaban mucho; quizá nada. Solo observaban sus pasos, el cielo, y cruzaban la mirada de vez en cuando. Solo disfrutaban uno de la presencia del otro.

Entonces, tras un inesperado momento, pero con toda naturalidad, Daniela tomó la mano de Carlos. Se agarraron fuerte, como si nunca quisiesen soltarse. Surcaron así la noche, tomados de la mano, por una o mil calles. No importaba. Lo único que interesaba era que estaban juntos; juntos al fin.

A la sujeción de las manos, le sucedió el abrazo; tan lógico y natural también. Daniela lo deseaba, y lo había estado esperando, tanto que, cuando Carlos se acomodó detrás suyo, para tomarla por la cintura y abrazarla finalmente, sintió que todo su cuerpo se estremecía de una manera tan agradable y sublime. Sintió una dulce paz al estar entre los brazos del hombre al que había sentido amar desde el primer instante. Caminaron así, lentamente, mirando las estrellas y coordinando los pasos de ambos.

La medianoche había quedado atrás y el silencio reinaba en la ciudad. Entonces, al llegar a un arbolito cerca de una plaza desconocida, Carlos detuvo el andar de sus pasos junto al de Daniela. Estuvieron así unos segundos. Tomó las manos de ella y las acarició. Se puso delante suyo y contempló su semblante. La miró fijamente, se miraron fijamente: uno perdido en el otro. Estaban encantados. Llevó su mano izquierda hasta su rostro, y la acarició con una ternura infinita. Era tan hermosa aquella mujer. Se acercó hasta ella un poco más, y rodeó sus brazos por encima de sus hombros. Ella hizo lo mismo, pero abrazándolo por la cintura. Ambos se tenían a unos pocos milímetros. Observaron sus rostros tan de cerca por primera vez. Él pensó en besar sus tiernos labios mientras cerraba los ojos lentamente.

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