HASTA EL OTRO LADO DEL SILENCIO
Él la quería de verdad. Nunca había sentido tanto amor por nadie, sino solo por Keyla. Su corazón solo ardía para aquella mujer, a pesar de haber estado con muchas, además de ella. Keyla siempre lo supo, pero nunca tuvo el valor de encararle esa verdad. Lo amaba más que a su vida, y prefería dejar que Jason hiciera cualquier cosa, pero menos abandonarla.
Miércoles despierta a las nueve de la noche. Una extraña sensación de incomodidad dominaba todo su cuerpo, que lo mantenía casi temblando en todo momento, y no dejaba de experimentar nauseas. Se mantiene en la cama por un tiempo. No quiere seguir con su vida, pero tampoco puede deshacerse de ella. Su cabeza no ha dejado de zumbar, y el oído derecho, ha alcanzado un nivel de sensibilidad extremadamente molestoso, tanto que, escuchar su simple respirar, le llegaba como un eco hasta el fondo de su cabeza.
Confiado en sus sentidos, busca la cerveza que antes de dormir, había dejado sobre la mesita de noche. Estira su mano, lo mueve lentamente, pero con una torpeza que no puede corregir. Un sonido metálico llega hasta sus oídos desde el piso. “Maldita sea”, se dice a sí mismo, al advertir que botó aquella última lata de cerveza que le quedaba. Devolvió su mano hasta la cama, y puso ambas en su nuca. Dirigió su mirada al techo, a pesar de que todo estaba en completa oscuridad.
No quería prender el pequeño foco de la mesita de noche. Sus ojos no lo soportarían. Se quedó así por un momento, preso ya de una ansiedad que se incrementaba cada vez más. Se desesperó, y de un salto fue hasta la nevera. Caminó algo tambaleante, y tratando de ayudarse con la mano apoyada en la pared, hasta llegar a la cocina. Al atravesar la enorme sala, detuvo sus pasos por unos segundos, para observar la descomunal ciudad observable desde el enorme ventanal, que ocupaba gran parte de la sala.
La luz era extremadamente molesta al abrir la nevera. Cerró los ojos, para luego abrirlos lo mínimo posible. No pudo soportarlo y estuvo así, adolorido por unos minutos, esperando a que el malestar calme. Cuando al fin pudo acostumbrarse al diminuto foco que prendía cada vez que abría la nevera, observó con satisfacción la gran colección de bebidas que allí tenía. Un vino estaba bien para comenzar. Tomó la botella, cerró la nevera y se paró así, con la botella en su mano derecha, y pensativo. “Mierda, ahora tengo que prender la luz. ¿Dónde está mi copa?”
Encendió la luz y nuevamente, tuvo que cerrar los ojos, para luego abrirlos lentamente, hasta acostumbrarse a una intensidad mayor de luminosidad. Apenas lo hizo, buscó el lugar donde solía dejar las copas. Hizo un repaso de toda la cocina con su mirada atenta, y no encontró nada en ningún lugar. “¡Diablos!”, refunfuñó una vez más.
Avanzó hasta la gran sala. Esta vez ya no tenía miedo de encender la luz. Todo era un desastre. Ropas, papeles, latas de cerveza y muchas botellas por doquier, pero ningún vaso a la vista. Caminó sintiendo extraños dolores en sus articulaciones, hasta donde estaban los sillones, con la esperanza de encontrar uno en la pequeña mesa. Nada otra vez. Tomó asiento y abrió la botella con el sacacorchos que encontró sobre el sillón. Bebió de la botella, de un solo trago, más de la mitad del contenido.
Al terminar de hacerlo, al frente, muy cerca, vio la silueta de una mujer, que parecía mirarlo con atención. Jayson la miró fijamente, y lanzó una enorme carcajada. Estaba completamente desnudo, y pensó que esa era la razón de la curiosidad de aquella mujer, que al darse de cuenta, desapareció inmediatamente.
Había mejorado en algo. El efecto del vino comenzaba a expandirse por su cuerpo, hasta relajar un poco su cabeza. Sus ojos aún estaban adoloridos, pero podía soportarlo. Lo que no podía aguantar, era esa desconocida sensación de incomodidad por estar vivo.
Se metió a la ducha para terminar de despertar. Estuvo allí por casi una hora. Quería sentirse limpio por una sola vez en la vida. Pero como siempre, fracasaba una vez más en su propósito. Había un enorme fangal en su alma, que nunca había podido borrar, desde que Keyla ya no estaba.
“Hoy no puedo, otro día por favor”, recordaba la primera vez que hicieron el amor. Era una noche de viernes, en su apartamento de la calle cuatro de Finmors. Ebrios, y con la explícita intención de estar esa noche juntos, Keyla y Jayson bailaron hasta cansarse en aquel bar del centro de la ciudad. Era la primera vez que estaban realmente solos, pues él había reservado todo el bar solamente para ellos.
Tras unas cuantas cervezas, pero no suficientes para marearse de verdad, fueron hasta la pista para comenzar a bailar. Para Jayson todo era un mero protocolo molestoso que había que cumplir para llevársela a la cama. En realidad, no le gustaba bailar, y prefería beber en alguno de los cinco apartamentos que tenía por todo el país. Pero era la primera vez, y no quería quedar como un atrevido frente a ella. Por alguna razón, le importaba más que las demás chicas, y se prometió a sí mismo, comportarse como un caballero hasta lograr lo que quería.
Miradas insinuantes desde que se vieron. Sonrisas fingidas y conversaciones vacías para pasar el tiempo. Mucho whisky para tener más valor, hasta que llegó el verdadero momento de la verdad: el baile. Nunca lo había hecho, pero al planificar su conquista, se dio cuenta que era un recurso bastante sutil y efectivo para comenzar el flirteo.
Todo estaba muy bien planificado: primero un baile normal, segundo tomarla de las manos, luego abrazarla disimuladamente y, finalmente, acercarse con cautela hasta sus labios. Por fortuna, hizo todo lo planificado correctamente, de modo que, todo había salido bien. Ahora tenía el derecho de tomar sus manos cuando deseaba, podía rodear sus brazos sobre su cintura, e incluso tocar sus senos momentáneamente. Solo faltaba el beso, que era la puerta que debería abrir para llegar a su objetivo final.
Hizo un cálculo mental para ver cuándo era el mejor momento para lanzarse con un beso. Vio que no estaban tan borrachos como para atenerse a la borrachera. Pero su excitación alcanzaba niveles descontrolados, de modo que dejó a un lado su cálculo racional, y se acercó sin temor hasta la boca de Keyla. Ella estaba sorprendida, y dejó que la besara, respondiendo con un frenesí más descontrolado aún. Al lograr eso, sabía que ya lo tenía todo. No había nada más que hacer en aquella taberna.
Cerró los ojos y dejó que el agua de la regadera se escurra entre su rostro. Era una sensación agradable. En eso, recordó el enorme descontrol que el cuerpo de Keyla le había causado aquella noche. Al principio se hizo a las difíciles, pero él sabía que eso era una mera excusa que emplea cualquier chica del mundo, así que era cuestión de tiempo para dejarla completamente desnuda, y envolverse en el fuego del amor.
“Siempre has sido la mejor en esto”, recordaba mientras utilizaba más shampoo para lavar por tercera vez su cabello. Aún podía recordar con gran nitidez sus piernas y todo lo que escondía tras su indumentaria. Pero luego de ese dulce recuerdo, un manto negro envolvió el alma de Jayson, que lo obligaba a derramar lágrimas y gritos de dolor.
Agarró la toalla y comenzó a secarse el cuerpo, saliendo poco a poco hasta la sala. Mira al frente, y la misma mujer está parada en su ventana una vez más. No había duda de que lo espiaba, pero a Jayson le importaba una mierda que le vieran su cuerpo desnudo. Nada valía lo que antes era una privacidad sagrada que solo podía revelarse a pocas mujeres.
Se acomodó una vez más en el sillón, y terminó la última mitad de vino que le quedaba. Con suerte, saldría ebrio de su apartamento. Se dirigió hasta el armario y buscó algo de ropa. No podía encontrar una decente. Todas estaban tiradas en el piso y solo veía caos. Se metió hasta adentro, y en un rincón, vio la ropa que llevaba puesta la primera vez que conoció a Keyla. Otro puñal en el pecho. Las lágrimas eran imposibles de contener, así que las dejó en libertad.
“Hoy será el último día, y estaré contigo hasta el final, ya vengo amor”, se dijo entre sollozos, mientras tomaba la ropa para ponérsela. Había desarrollado un extraño fetichismo por guardar aquello que le parecía importante, porque su mera existencia, albergaba recuerdos episódicos intensos. Y ese sacón plomo, con su pantalón negro de rockero, le hacía recuerdo a ella.
Tomó una pequeña botella de cerveza, y salió del apartamento. Ya no lloraba, solo deseaba embriagarse más.
Como casi todas las noches, una vez más, se dirigía a aquél bar que un día reservó solo para ellos dos. Quería sentir su presencia, quería estar de alguna manera con ella. Borracho podía imaginarla mejor, podía recordarla mejor. Así que, si deseaba estar a su lado, solo debía beber en aquél lugar donde nació el amor del cual era completamente preso.
Pero esa noche sería distinta. Jayson salía con otra intención. Ya no solo deseaba recordarla; quería estar con Keyla. Así que, al caminar por la calle, acariciaba con cariño la pistola nueve milímetros, que sería la llave para llegar hasta ella.
Estaba dominado por sus emociones. Nada podía hacerle cambiar de pensamiento. La suerte ya estaba echada. Era su última noche en el mundo sin Keyla, y el primero en otro mundo con ella. La amaba tanto, que tenía en su cabeza aquél pensamiento fijo.
Al tomar el taxi rumbo al bar, vio a muchas mujeres que se parecían a Keyla. Entonces la recordó en su primera noche de amor.
Más suelta que al principio, incitaba a Jason a hacer cosas sin límite, a explorar territorios desconocidos y conquistar experiencias únicas. Y así fue esa noche. “No te detengas por nada del mundo”, fueron las palabras que ella susurró en el oído de Jason, cuando, lentamente, se acostaban en la cama.
Lloró una vez más, y ordenó al chófer cambiar de dirección. Iría hasta el cementerio donde el cuerpo de Keyla descansaba en paz. Era de noche y no estaba abierto, pero él se las arreglaba para ingresar por un descuidado lugar, que nunca nadie controlaba. Ya lo había hecho muchas veces.
Mientras trepa la pared y avanza confundido, buscando el féretro de su amada, recuerda la última vez que hablaron por teléfono, aquel miércoles por la noche. Habían tenido problemas. Jason nunca fue la mejor pareja, y tampoco deseaba serlo. Solo sabía que amaba a Keyla, tanto como deseaba estar con otras mujeres.
Aquella vez, ella estaría de viaje por tres días. Entonces, como siempre, él invitó a dos chicas hasta su apartamento. Se quedaron a beber y divertirse un poco. Jugando y riendo, los tres se fueron hasta la habitación, donde dejaron fluir sus deseos más bajos. No era la primera vez. Jason estaba acostumbrado a tener una vida caótica. De algún modo, quería conocer el límite de todo placer que podía experimentar. Y siempre encontraba mujeres que tenían experiencia en eso, o bien deseaban iniciarse.
Lo que no esperaba Jason, es que Keyla utilizó esa mentira para ir hasta donde él, y regalarle una de las noches más inolvidables de su vida. Quería, además de pasear por las estrellas, decirle que deseaba tener un hijo con él. Así que, desde el otro lado de la ciudad, Keyla se arregló lo más que podía. Quiso estar muy bella para Jason.
Paga el taxi y observa el piso 28 desde la calle donde estaba el edificio. Se siente feliz, porque en unos minutos, estará junto al hombre al que había elegido como compañero de vida, a pesar de todos los defectos que tenía. No importaba. Lo único que interesaba, era que iba a ser suyo por el resto de su vida.
Jason aumenta el volumen de su tema favorito, y se envuelve en la orgía que le proporcionaban las chicas en su habitación. Al acercarse cada vez más, Keyla reconoce que el fuerte sonido musical proviene de la habitación 26. Golpea, pero nadie responde. Lo hace una vez más, con mayor fuerza, pero nada. Entonces coge el móvil, y marca el número de Jason. Nadie responde. Dos, tres y cuatro llamadas.
Keyla siempre respetaba la privacidad de Jason, y casi nunca utilizaba la llave que él mismo le había entregado una vez. Había estado en la misma situación varias veces, y siempre terminaba por retirarse y esperar hasta el día siguiente. Pero esa noche no podía dejar de lado su intensión. Estaba demasiado emocionada. Tenía que hacer lo más importante de su vida, y no podía esperar ni un minuto más. Así que decidió utilizar la llave, e ingresar sin aviso alguno.
Encuentra la sala, y todo está vacío. Solo la televisión con algún video y un notable olor a trago inunda el ambiente. Ve que la puerta del baño, de la cocina y otras dos habitaciones, están abiertas. Solo una de ellas se mantiene cerrada. Entonces, se dirige a ella, y advierte que la música proviene de esa habitación. Tiene la intención de golpear antes, pero abre directamente la puerta. Entonces ve lo que nunca había querido ver, pero siempre había sospechado: Jason envuelto en el cuerpo desnudo de dos mujeres sedientas de placer.
Una de las chicas la ve, pero se levanta de la cama para cerrar la puerta. Jason dirige su mirada hasta la puerta sin quererlo. Ve a una persona de espalda, alejarse rápidamente sin voltear atrás. Algo le decía que era Keyla. No podía fallar, era ella. Pero la chica desnuda, cierra la puerta y continúan con lo que habían empezado.
El reloj marca la media noche, y Jason recibe una llamada. Keyla ha muerto. Se lanzó del Puente General, y su cuerpo yacía inmóvil en medio de la carretera. No había nada que hacer. Un puñal atraviesa su consciencia y no puede dejar de llorar. Mira el móvil y encuentra un último mensaje: “te amo”.
Sigue bebiendo y siente el deseo de ir hasta donde el puente que sostuvo el cuerpo vivo de su amada por última vez. Pero estando en el cementerio, la tenía en frente, y quería morir allí. ¿Qué le ataba a la vida? Al final, su corazón pertenecía a Keyla, aunque había repartido retazos a muchas, además de ella.
Llora desconsoladamente. Se acuesta a lado de la tumba, y bebe; bebe furiosamente hasta quedar enloquecido. Grita su nombre hasta el cielo. No puede soportar su ausencia. Entonces, recuerda que tiene la solución en sus bolsillos. Saca la pequeña pistola que nunca había utilizado, y lleva el caño hasta su sien. Estaba completamente convencido de dejar todo atrás, de deshacerse de la vida de una puñetera vez. No había más razones para seguir en el mundo. Cierra los ojos, fuerte, lo mismo que su boca y aprieta sin temor el gatillo. Lo último que vio fue a Keyla, acercándose a él, envuelta en una luz.
Abel Rojas
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